miércoles, 8 de enero de 2014

Cosas de poca importancia

Artículo publicado en el Diario de la Bahía de Cádiz y el audio en Radioeducom

"ni un sillón de viejo cuero, ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa...
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!"

León Felipe

La amplia sala acogía más de veinticinco sillones de madera con la tapicería verde olivo, pegados todos a la pared, lo que dejaba despejado el centro, haciendo el espacio más grande todavía. En una de las paredes colgaba un cuadro de grandes dimensiones que reproducía un atardecer rojizo entre nubes anaranjadas.

Los más viejos de la tribu se reúnen alrededor del fuego en la tienda más grande del poblado, allí, junto al hechicero, entonan los cantos a las montañas, a las nubes, al sol y a la luna, a los hermanos que pueblan los campos y los bosques y viven en libertad; un murmullo con ritmos de sonajas, tambores y flautas indican que son los más viejos, los más sabios...

Cinco ancianos y dos ancianas están sentados en sillones alternos, uno duerme como si estuviera despierto agarrado a un sueño que no quiere soltar. Otro de ellos, con el oxígeno puesto, canturrea alguna canción de su niñez mientras su acompañante, una mujer de mediana edad, habla a gritos por el teléfono móvil recordando a su interlocutor que durante esta semana lleva tres días seguidos haciendo la visita. La decoración de la sala la completaba un mueble-librería- vitrina-acristalada, que guarda una enciclopedia en veinte volúmenes y una colección de libros en rojo guardados bajo llave y que quizás nadie abrió desde el mismo día que se pusieron allí. En el centro del mueble una gran televisión plana vomita a María Teresa Campos con la canción "Que tiempo tan feliz". Nadie, absolutamente nadie de los presentes presta la mínima atención a las cuarenta con seis pulgadas de gritón plasma.

Un poco más allá de lo que parecía la plaza mayor del campamento, una mujer con grandes surcos de arrugas en la cara y una gran trenza blanca que caía por su hombro casi hasta la cintura, mantenía en silencio a una docena de niños que atendían boquiabiertos al relato que salía de su desdentada boca. Contaba como años atrás dos tribus, que vivían en un valle, a ambos lados del río cada una, eran dueñas, la una de las nubes, la otra del sol, así que ninguna de las dos podían disfrutar del arco iris. Así paso mucho tiempo, hasta que los niños de uno y otro lado del valle decidieron llevar al río, unos el sol, los otros la nubes. Al poco tiempo empezó a llover, la luz del sol, al pasar a través de las gotas de lluvia, hizo aparecer un gran arco iris que unió los dos márgenes del río, uniendo de esta forma a las dos tribus, que a partir de ese momento compartieron muchos arco iris.......

Un día más, allí estaba ella, en la puerta de la entrada principal. Las puertas se abrían y cerraban al paso de las visitas. A sus ochenta y muchos años poco quedaba de su pasado como maestra, su bolso colgado en el hombro izquierdo, sus cuadernos apretados con su mano sobre su pecho y un bolígrafo entre los dedos de la mano derecha era todo su equipaje. Las gafas, chaqueta a cuadros y pantalón, dos tallas más grandes de lo necesario, acentuaban su extrema delgadez. Unas veces sentada, otras paseando, otras veces detrás de los arbustos, vigilaba siempre a distancia a las personas que fumaban en la entrada. En cuanto apagaban los cigarros se aproximaba a paso corto al cenicero, hacia recuento de la colillas, unas iban directamente al bolso, siempre se quedaba una que sustituía por el bolígrafo, desapareciendo detrás de los arbustos mientras enciende con su mano temblorosa la colilla ya en la boca. Y es que en la residencia esta prohibido fumar.

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